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Enero
1
jue
2004
Pepín

El ocio y los juegos han marcado el ritmo placentero de la vida de muchos pueblos en espacios como las tabernas, en las que la vecindad venía compartiendo, albergando y fomentando la convivencia desde tiempos remotos. Actualmente están reducidas por los señuelos del consumo a locales etnográficos de simbologías vinateras.

El Concejo de Peñamellera y especialmente Panes, al finalizar el XIX, raya cantabroastúrica de trashumancias tudancas, ruta de feriantes con blusón y foramontanos hacia jándalos horizontes en Las Tinas y Cinco Villas de La Asturias de Santillana, siempre ha contado con tabernas y taberneros, que han dejado constancia de leyendas y tertulias. Tablas costumbristas y románticas que se mezclan con desafíos y lances bolísticos, que testifican climas pasados en corros ancestrales donde se produce un maridaje perfecto entre el corro y la taberna. Una unión que han compartido en usufructo vecinos y foráneos cuando calmaban su sed y su cansancio a lo largo de los tiempos. Una alianza eterna recíproca en beneficios que ha comenzado a fallar ante el trepidante devenir de la mal entendida modernidad.

Cuando los Ruiz y Saiz en los años ochenta del XIX, tras la construcción del puente de hierro sobre el Deva y especialmente Teresa Ruiz (La Pasiega) llegan a Panes, se abre un periodo decisivo para este pueblo, al construirse la mayoría de los edificios de ambos lados de la carretera general, que curiosamente coincide con el auge experimentado en la práctica bolística, con un juego totalmente popularizado e integrado en la vecindad. Son tiempos en los que Julio Ruiz abre negocio en La Carnicera, actual Carretera General de Tinamayor a Palencia, dedicado a taberna y hospedaje y habilita para bolera el espacio de huerta en la fachada norte del establecimiento, ocupada hasta entonces por corrales, cubiles y gallineros abrigados de rámilas, en donde pernoctaban las bestias de arrastre de arrieros y postas, atendido y continuado posteriormente por Bernardino Rugarcía de Abándames; fechas antes Pedro Ruiz había fundado negocio de hospedaje y balneario en Puente Lles y su hijo, Fernando, maderista y proveedor de traviesas para los ferrocarriles de Cabezón a Llanes y de Herrera a Santander, construiría la bolera del Correo, donde comenzaría el concurso de san Cipriano en 1902, en el barrio San Román; En Balcao, en la parte norte del edificio de los Colosía y cerca de las tabernas, La Cabraliega y El Legionario (de Manuel Sánchez), ya funcionaba una bolera, que habría de ser la antelación de la actual ubicada en la Plaza debido a la inauguración en 1935 del parque de D. Ángel Cuesta. En San Roque y Camino de La Barca, Labián había abierto también una bolera en el último tercio del XIX que en los años veinte a través del bar “Las Once” alcanzaría una gran popularidad, llegándose a celebrar allí algún año el concurso de San Cipriano y que pasaría a ser atendida por el popular Ríos en los años cuarenta. Y así en Alevia, Abándames, Siejo, Merodio, Robriguero, Narganes, Cimiano…se popularizaba cada día más este juego cuyo inicio en Peñamellera se remonta a la noche de los tiempos, pues ya los abuelos de nuestros abuelos lo practicaban desde siempre.

Pero hoy quiero fijar el objetivo en un personaje, que dejó huella en nuestra cultura: José Fernández “Pepín”.

Junto con los hermanos Andrés y Emeterio, Bernardino Rugarcía, se habría de convertir en uno de aquellos empresarios, que al negocio de la taberna uniría el fomento de los bolos y con ello pasaría a integrarse en aquel club de pioneros formado por Modesto Sánchez el de La Carmencita santanderina, Telesforo Mallavia en La Llama torrelaveguense, “Placidín” en Mazcuerras , Pily Zapico en ”La Ideal Rosales” de la calle Foncalada de Oviedo y en donde era tan asiduo aquel eminente doctor, humanista y asturiano ejemplar D. Placido Buylla y tantos otros que fraguaron el devenir de un deporte bolístico moderno.

Sin embargo, nuestro personaje, Premio Pico Peñamellera, y heredero de aquella taberna-bolera de Bernardino Rugarcía merece unas líneas de más, por su ejecución singular, su bonhomia, humildad y nobleza. Un conjunto de características de la gallardía montañesa de un hidalgo perediano, que siempre se sintió atraído por su taberna y por el ancestral juego del birle.

Pronto su establecimiento fue considerado como un centro social para todos. Ello supone que fue protagonista de esparcimientos y actividades lúdicas y que bastantes de las que se llevaran a cabo en Panes, irradiaban de Casa Pepín.

Aunque la joya de la corona la ostentaba su bolera, de dimensiones normales, pero verdadero sumidero de tradición vernácula que se convirtió en aula y ágora de planteamientos y tácticas en torno a unos bolos de abedul derribados por unos carcomidos trozos redondeados de cagiga que esperaban ser lanzados por aquellos que gritaban “arriba los gananciosos”.


Sombreaba la caja un gran plátano y entre ésta y el tiro la frondosa higuera que lindaba con la huerta de D. Lucas que vigilaban Cándida y Piedad. Un tilo en el fondo. Y más retirado el gallinero tras las paredillas, que se llenaban de espectadores tantas veces pero, sobre todo, durante aquellos desafíos entre Campos el de La Hermida y Manolete. En tal ocasión se armaba semejante tensión y algarabía en el corro, que asomaba D. Fermín desde el tercero para no perderse detalle por ver la participación de algún discípulo , el viejo maestro enarcando las cejas, decía ¡recaraja!, cuando el jovencísimo Real, lograba una buena barrida en el birle; también apoyaba su humanidad Enrique Caballero en la balaustrada y Sole y El Cubano en el segundo, rellenaban los sillones de mimbre de cáscaras de avellanas, mientras Leonor, abanicando su hermoso busto, aparecía en la galería, menos de lo que el personal deseaba. Pepín atendía el servicio de intendencia por una ventana de barrotes, que daba acceso a la taberna y tan sólo aparecía en el corro, cuando el desafío resultaba de envergadura. Eso sí, vigilaba el nivel consumido de las cervezas, de los boliches gaseosos o del tinto de los que miran y de los que juegan. Y si permanecían vacíos un tiempo aprovechaba una bajada de decibelios en el guirigay clamando con la mirada en el maizal: “¡eh! que esta casa no vive del aire”. Quien más, quien menos aguantaba las vergüenzas en el chiquito, porque la calderilla no daba para muchos brindis.

Hospedero de variopinta parroquia también con una letanía de viajantes, que caían periódicamente con sus muestrarios, ocupaban las habitaciones del piso: Pedro Luis de La Viuda de Torrelavega, Curro de Cafés Calderón, Chus el de La Raquel, El Chato de El Berrón. Afiladores, mieleros y bañistas, caminantes… asiduos de aquella asamblea presidida por aquel hombre, que con pericia sabía tanto de relaciones públicas.

Todos los que lean estas líneas, pergeñadas más con afecto que con inteligencia, estarán de acuerdo conmigo en que los pueblos son lo que sus vecinos han sido y Panes puede enorgullecerse de tener aquí entre nosotros a José Fernández, Pepín, que ha dado carácter y soplo vivificador a una época en la que un dúo, taberna y bolera, ha supuesto la partitura más característica de los momentos de placer del pueblo en una de las etapas de dolor más graves de su historia.

CECILIO F. TESTÓN.

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